martes, 1 de febrero de 2011

Cada vez que una mujer…

Todo poder radica en la libertad e independencia personal

Cada vez que una mujer renuncia a su poder, otras muchas han perdido la partida, porque el poder tiene un efecto de reflejo, como en un juego de espejos de feria que despista al espectador hasta el punto de no poder llegar a saber cuál de todas las visiones es la fuente original.

¿Y dónde reside el poder de las mujeres? En el mismo lugar que en el de los hombres, en su libertad personal, en su independencia, en su yo único, intransferible, inembargable y fuera del mercadeo.


La tradición judeocristiana, escrita a sangre y fuego sobre la piel de toro del mapa de España, no es tan fácil de extirpar. En nuestro país, frente a los otros europeos, a la sazón protestantes o de otras creencias más respetuosas con la libertad y la igualdad personales, las mujeres siempre hemos sido consideradas un cero a la izquierda, un elemento familiar secundario y subordinado.

Pero en pleno siglo XXI no podemos ya consentir que algunos curas, aún, nos susurren al oído el “débito conyugal”, la sumisión al varón, la maternidad como sumun de realización personal intrínseca, convirtiéndola de hecho en suprema trampa de esclavitud intrafamiliar.

Cada vez que una mujer abandona o renuncia, más o menos voluntariamente, a su puesto de trabajo económicamente remunerado para dedicarse en cuerpo y alma al cuidado de lo que ellas denominan su familia, está renunciando no sólo al sueldo, del que tal vez puede prescindir, si no a su mundo profesional propio, a un entorno laboral del relación personal con otras personas, a una experiencia cotidiana alejada de la familia, a una conversación diferente, a un espacio vital exclusivo, pero sobre todo a la independencia que da el ser dueña de sus propios medios de vida.

Son muchas, peligrosamente en aumento, las que instigadas o sugeridas por sus propios maridos bajo falsas cuentas o menosprecio del trabajo desempeñado, caen en la tentación de quedarse en casa para cuidar de los suyos. Y, como en una suave pendiente, la claudicante se deja deslizar dulcemente por la peligrosamente pendiente de la generosidad de mimar a sus polluelos y “ateclar” a su compañero. ¡Qué bonito al principio! Hasta que un día alguien le recuerda que es una mantenida, o se encuentra pidiendo permiso para comprarse un abrigo nuevo, o percibe una mirada de conmiseración cuando emite una opinión, o es abiertamente excluida de encuentros sociolaborales.

Incluso no llegará a ser extraño que sea considerada por sus propios hijos como un personaje secundario en escena, porque es papá quien trae el dinero y “los posibles” para vivir, es papá quien tiene amigos que cuentan o hacen cosas más o menos importantes, tiene un jefe, le suben el sueldo, no está siempre en casa… Mamá no tiene nada eso, ni círculo profesional, ya tal vez ni ánimo de superación y pronto le fallará la autoestima seguida de la soledad que produce el “síndrome del nido vacío” cuando vuelen sus pajaritos y no quede casi nadie para quien cocinar y a quien organizar la tarea, pero ya no será momento de retomar el camino en la bifurcación equivocada. ¡Alea jacta est!

Fuente: El Carrión Digital

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